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#Invisibles

  • Psic. Pamela Mejía
  • 1 mar 2017
  • 3 Min. de lectura

Viejos Invisibles


La crueldad hacia los ancianos viene más de los familiares que de la sociedad

Tengo 68 años. Mi vida de niño, pese a las limitaciones económicas, fue muy, muy feliz. Era un destacado alumno de la escuela. En mi adolescencia empecé a tener giros, a darme cuenta de mi orientación. Con una familia y parientes homofóbicos, esto les causaba terror.


Cada vez que sentía lo que quería y deseaba prefería cerrar la puerta y llegar hasta ahí; en esa lucha constante pasé mi adolescencia. Bajé el rendimiento en el colegio y tuve mis primeras experiencias satisfactorias. Tengo un hermano mayor que era el ‘machazo’ y cada vez que podía me decía “habla como hombre”. Yo sufría con ese entorno, nunca tuve un amigo o un familiar para decirle “esto me pasa”. Tenía una bella madre, pero no sé si me hubiera entendido. Busqué ayuda en la religión, pero nada de eso funcionó.


Yo tenía claro que debía salir adelante y logré sacar algunos títulos. He tenido novias y relaciones con ellas cuando trabajaba, pero rehuí al matrimonio. Lo que yo sentía me lo reprimía, tenía que ser como los demás. En el Quito de aquel entonces no había lugares donde conocer a otras personas, solo yo, en mis adentros, sabía lo que quería. A los 45 años recién conocí una discoteca gay y nuevos amigos. En mi familia nunca tocamos el tema: si soy o no gay. Así llegué a esta edad y veo que ahora es cuando uno necesita más ese afecto y compañía. A uno le toca irse adaptando y tratando de que la vida sea más llevadera porque sabemos que los años que se avecinan tendrán sus complicaciones.


Tengo la suerte de ser jubilado, de tener un recurso económico para afrontar la vida. A pesar de que no estoy tan viejito, sí noto que al subir a un bus me ceden el asiento. No me parece que la sociedad esté tan en contra de los viejos, sino más bien veo que hay crueldad por parte de los familiares porque los hijos a veces dan la espalda, se lanzan la pelotita para que el otro cuide al anciano, y más cuando solo piensan en los bienes materiales. Si es pobre es peor; es un problema; y lo único que le espera es consumirse mucho antes de lo que pudo haber sido.

Yo imagino el resto de mi vejez tranquila: si no tuviera un compañero afectivo pagaría a alguien para que me cuidase en una casa de una planta donde pudiera salir a la huerta o al jardín y con mucha salud mental. Tener a alguien con quién conversar es importante. Espero que mi entorno sea con lo necesario, con una casita, los alimentos necesarios, con atención de salud sin depender de nadie porque, cuando se recurre a otro, la felicidad ya no está en nuestras manos. Ese es el umbral de la infelicidad. Yo leí alguna vez que los viejitos esquimales, cuando presienten que van a morir, salen de su iglú (casa) y se van caminando hasta donde puedan encontrarse con su muerte. Yo no me iría así, pero cuando ya no pueda depender de mí, quisiera dejar este mundo para siempre.


Lamentablemente, no se sabe casi nada de ellos ni de ellas: las personas adultas mayores LGBTI (lesbianas, gays, bisexuales, transgénero e intersexuales).

Un grupo de ancianos que sigue invisible, que no recibe homenajes ni tampoco aparece en la mayoría de los medios de comunicación. De este grupo de adultos mayores sería bueno conocer ,a ciencia cierta, cuántos son, dónde viven, qué piensan; si cuentan con recursos económicos, pareja, descendencia; cuáles son sus aspiraciones, están acompañados o solo viven con la soledad.

La sociedad sabe que en algún lado están, pero hablar de este tema incomoda. No importa, aunque es preferible que sigan en su mundo, aquel que no se ve ni escucha.


Todavía cuesta comprender que la orientación sexual no entiende de edades y las personas LGBTI que nacieron en las décadas de los 50, 60 y 70, del siglo pasado, son los viejos invisibles de ahora. Posiblemente, el rechazo, la represión, discriminación, homofobia, por ser como son, fueron las razones para que nunca salieran del clóset.

El matrimonio gay es una realidad reciente y muchos de los adultos mayores LGBTI no tienen hijos o parejas legalmente reconocidas. Esto supone una vida en soledad.


Con sus lazos familiares deteriorados o rotos por su condición sexual, sin descendencia ni muchos amigos a causa de la eclosión de epidemia del sida, los protagonistas de ‘Gen Silent ‘reflejan una incómoda realidad que toca a toda la comunidad LGTB: estamos descuidando nuestro linaje.


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